EL
ÁRBOL DE PAÑUELOS
Arístides andaba lentamente por las heridas calles de nuestra querida ciudad.
A menudo miraba atrás
por si alguien le seguía. Tenía miedo de todo, de encontrarse con algún conocido,
con la policía o con algún ladrón. Se sentía muy mal
y tenía frío. El tiempo como hoy volaba y pronto llegaría
Navidad. ¿Qué podía hacer? En el bolsillo no tenía ni un céntimo, había entrado
en un restaurante para ofrecerse de lavaplatos a cambio de un plato de
comida, pero cuando lo vieron con el pelo sucio, la barba sin
afeitar y con una forma peculiar de hablar, le dijeron que no
lo necesitaban. Arístides llegó a la ciudad con mucho dinero, pensó que no se
le acabaría nunca y se lo gastaba a manos llenas y sin control. No le faltaban
amigos para esta misión, pero cuando le vieron sin nada y medio enfermo le
dieron la espalda. Cada día pensaba alguna manera para conseguir con facilidad
dinero de los demás. Recordaba a sus padres y hermanos. ¡Qué felices deberían
estar en su pueblo! Pero él; los había ignorado desde que llegó a la
ciudad. ¿Lo recibirían si lo pidiera?
Todo el dinero que le habían dado para que costeara sus estudios, lo había malgastado.
Nunca les había enviado siquiera una carta._ ¿Una carta? Sí, ¡eso haría! les
escribiría una carta, les diría en ella; cómo vivía, que muchas veces no comía
y que dormía en la calle. Casi estaba seguro que no lo perdonarían, pero igual
lo intentaría. El padre de Arístides volvía rendido del campo. Ya empezaba a
notar los años y se cansaba con mucha facilidad. Su mujer en la cocina,
preparaba afanosamente lacena. Al rato llegarían los hijos a casa.-“Papa
ha llegado esta carta PA ti.” –dijo Benito. El padre se sentó, abrió sin prisa
la carta, y empezó a darle vueltas y vueltas hasta que, levantó los ojos y
mirando hacia la cocina, intentó llamar a su mujer, pero las palabras no
le salían de la boca.-“Bo… ni… fa cia…Bonifacia…” dijo al fin. Su mujer y
los hijos acudieron sorprendidos para ver qué pasaba.-“¿Qué pasa?” –preguntó
Bonifacia al ver a su marido tan agitado.-“Arístides… Esta carta es de
Arístides. Léela en voz alta, Benito”, dijo el pobre hombre con voz temblorosa.
-“Queridos padres y hermanos: les pido
perdón por todos los disgustos que les he causado, por el olvido que he
tenido hacia vosotros, por no haber cumplido ni un solo día con mi
obligación de hijo y menos de estudiante, por haber malgastado todo el dinero
que me dieron para labrarme un buen futuro. Estoy enfermo, sin dinero y nadie
cree en mí…” Benito dejó de leer, algo indescriptible se le agitaba en el corazón mientras
luchaba por detener denodadamente las gruesas lágrimas que ya se deslizaban por sus resecas mejillas. Miró por la ventana
y vio que los árboles no tenían hojas, que el frío calaba los húmeros y el cielo anunciaba una noche oscura y tenebrosa, seguramente; como la que estaría
viviendo su desdichado hermano. Volvió la mirada hacia la carta y con una tristeza infinita reflejada en el rostro,
prosiguió su lectura:
“Si ustedes estuvieran dispuestos a
perdonarme y a recibirme de nuevo en su hogar, pongan un pañuelo blanco en el árbol que hay entre la casa y la carretera. Yo pasaré la víspera de Navidad
en el camión de Don Santos. Si veo el pañuelo en el árbol, bajaré y me reuniré
con ustedes en casa. Si no, lo entenderé y continuaré el viaje.” Que Dios los bendiga a todos y mueva sus corazones,
para que puedan perdonar a este pobre ser descarriado. A medida
que el camión se acercaba a su pueblo, Arístides
muy nervioso se preguntaba. ¿Estaría colgado el pañuelo en el árbol?
¿Le perdonarían sus padres?¿Y sus hermanos? ¿Lo harían también? ¡Pronto lo
sabría! sólo era cuestión de diez minutos y el vehículo pasaría
por su pueblo. El camión pasó velozmente por delante del árbol;
pero Arístides lo vio. ¡Estaba lleno de pañuelos blancos que sus padres y
hermanos habían atado al árbol! El camión se detuvo, Arístides agarró
su mochila y bajó despacio. En el borde del camino, bien abrigados, porque
estaba lloviznando, se encontraba toda la familia. Aquella Navidad sería muy
diferente en el corazón de cada uno de ellos. Habían dejado caer el perdón como
lluvia suave del cielo cual fragancia que derrama la violeta en la mano que la
estruja. Entendían que el perdón no cambia el pasado pero si el futuro.
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